Anabella agotó sus fuerzas en buscar la esperanza, la esperanza de ver, aunque sea palpar la presencia visual de ese hombre que se había llevado su última caricia junto con el aroma de los pétalos de la mañana y el canto de la luna iluminado por el latir de los grillos en su alma.
Sudó su piel, pero más aún, viajó su ilusión como un halcón en busca de su presa; su mirada quedó anclada en ese perfil y en esa espalda, ¡era él! Repetía incansablemente.
El círculo del reloj nunca se detuvo… y ¡era él!, no cabían las dudas… ¡era él!,y ella, esa otra ella amarrada al brazo de él.
Los rayos de los días nadaron consecutivamente en el mar de los símbolos algebraicos; por fin, el sonido de su celular extirpó la agonía, un pequeño mensaje: “… ¡Ella, es!...” y las paredes de su habitación lanzaron un gemido que culminó en una lluvia de párpados cerrados.
Adriana Comán